EL DIOS QUE SALVA
Efesios 2.8, 9
8 Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios;
9 no por obras, para que nadie se gloríe.
Hablando con cualquier hombre sobre su vida espiritual surge la pregunta retórica: “¿Es usted salvo?” - “No, pero estoy trabajando en eso”. Al pedirle más detalles al respecto, respondería que está haciendo algunos cambios en su vida. De hecho argüiría que ha dejado de fumar y beber, entre otras cosas, sólo para darnos cuenta que necesita ayuda para entender algunos principios importantes, ya que su única confianza hasta ese momento era mejorar su condición física.
Lo que este hombre necesitaba entender es que lo que hagamos o abandonemos por Jesús no tiene importancia. El Señor no está buscando a personas que cambien algunos hábitos por la pura fuerza de voluntad; está llamando a personas a rendirse a Él. La única acción que Dios espera de alguien que le busca es que crea en Jesús; en que Él es quien dice ser; en que hará lo que dice; en que tiene la autoridad para perdonar; y en que equipará a su pueblo para tener una vida agradable a Dios. Por estas convicciones, el nuevo cristiano tiene la capacidad de apartarse de su vieja vida; en otras palabras, para arrepentirse y comenzar el proceso de convertirse en “una nueva criatura” ("De modo que si alguno", 2 Co 5.17).
No nos convertimos en personas salvas eliminando viejos hábitos y comenzando otros de tipo religioso; somos transformados por el poder salvador de Jesucristo cuando creemos en Él. Puesto que no podemos ganar la salvación, nadie puede jactarse delante de Dios. Toda nuestra moralidad, buenas obras y esfuerzos por cambiar, no son más que basura en comparación con la santidad de Jesucristo ("Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento.", Is 64.6). Solo su justicia puede cubrir nuestros pecados y hacernos justos delante del Padre.
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