LA INTIMIDAD CON NUESTRO PADRE CELESTIAL
Juan 1.12, 13
12 Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios;
13 los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Desde el principio, la intención de Dios fue tener una relación personal y amorosa con nosotros. ¿Qué evidencia tenemos de ello?
Su Hijo. Una de las razones de la venida de Cristo al mundo es que conozcamos al Padre celestial y tengamos comunión con Él. La Biblia nos dice que Jesús es su representación exacta; sus palabras y sus obras fueron las mismas del Padre ("Respondió entonces Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente.", Jn 5.19; "Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho.", 12.50). Por tanto, cuando miramos al Hijo, estamos viendo el carácter de nuestro Padre celestial.
Su invitación. Dios nos invita, por medio de la Biblia, a unirnos a su familia ("Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.", 3.16). Él se encargó de preparar cada uno de los detalles; a nosotros lo único que nos corresponde es aceptar la invitación.
Su adopción. El lazo más cercano que podemos tener unos con otros es la familia. En el momento de la salvación, el Señor nos adopta en la suya. Esta relación con nuestro Padre celestial dura por la eternidad, dándonos sustento, aliento y amor.
Su amistad. Al llamar “amigos” a sus discípulos ("Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer.", 15.15), Jesús reveló un nuevo aspecto en cuanto a su relación, que se aplicaría también a sus futuros seguidores. Cristo es un amigo que nunca nos abandonará.
Su presencia. A partir del momento de nuestra salvación, el Espíritu Santo habita en nosotros. El Señor nos invita a ser miembros de su familia por medio de la fe en Cristo. Este es nuestro llamamiento supremo: creer en Él y vivir para Él todos los días de nuestra vida ("Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.", 20.31). Una vez que llegamos a ser hijos de Dios, su Espíritu obra en nosotros para hacernos más parecidos a su familia, en pensamientos, palabras y acciones.
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