EL DIOS DE TODA CONSOLACIÓN
Juan 8.1-11
1 y Jesús se fue al monte de los Olivos.
2 Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.
3 Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
4 le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
5 Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?
6 Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.
7 Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
8 E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
9 Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
10 Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
11 Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.
Una aflicción es una presión demoledora que amenaza con destruirnos. Nuestra salud, nuestra paz mental o nuestras relaciones pueden peligrar. Sabemos que Dios nos consolará cuando estemos enfermos, pero, ¿estará Él con nosotros cuando estemos sufriendo por los pecados que hayamos cometido?
Esta es una pregunta que muchos creyentes se hacen, y muchas veces su respuesta es no. Pero el Señor no nos condena por el pecado, porque Él lo ha olvidado (“Porque seré propicio a sus injusticias, Y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.”, He 8.12). Lo que permanece son las consecuencias de nuestras acciones pecaminosas. Si nos volvemos a Dios, Él aliviará nuestra alma y nos guiará con toda seguridad a través de sus dolorosas consecuencias. Bajo su influencia, el dolor que nos causamos es tolerable y sirve para fortalecer la fe.
Recordemos a la mujer que fue llevada delante de Jesús por los fariseos. Había sido sorprendida en adulterio, lo cual era una clara violación de la ley. Los líderes religiosos estaban listos para lanzarle piedras, pero Jesús le habló a la mujer con compasión. Aunque Él, de ninguna manera, toleró su pecado, sí reconoció que ella ya estaba enfrentando las consecuencias de sus malas acciones. La perdonó, diciendo: “Vete, y no peques más” (Jn 8.11).
Nada de lo que podamos hacer podrá separarnos del amor de Dios. Una manera que Él tiene de expresar ese amor es mediante su promesa de consuelo cuando suframos, aunque el dolor lo hayamos causado nosotros mismos. Podemos dejar que la vergüenza nos haga alejarnos de los brazos del Padre celestial, convencidos de que Él no dará aliento a quien haya desobedecido, o podemos creer que es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Co 1.3).
Juan 8.1-11
1 y Jesús se fue al monte de los Olivos.
2 Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.
3 Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
4 le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
5 Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?
6 Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.
7 Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
8 E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
9 Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
10 Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
11 Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.
Una aflicción es una presión demoledora que amenaza con destruirnos. Nuestra salud, nuestra paz mental o nuestras relaciones pueden peligrar. Sabemos que Dios nos consolará cuando estemos enfermos, pero, ¿estará Él con nosotros cuando estemos sufriendo por los pecados que hayamos cometido?
Esta es una pregunta que muchos creyentes se hacen, y muchas veces su respuesta es no. Pero el Señor no nos condena por el pecado, porque Él lo ha olvidado (“Porque seré propicio a sus injusticias, Y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades.”, He 8.12). Lo que permanece son las consecuencias de nuestras acciones pecaminosas. Si nos volvemos a Dios, Él aliviará nuestra alma y nos guiará con toda seguridad a través de sus dolorosas consecuencias. Bajo su influencia, el dolor que nos causamos es tolerable y sirve para fortalecer la fe.
Recordemos a la mujer que fue llevada delante de Jesús por los fariseos. Había sido sorprendida en adulterio, lo cual era una clara violación de la ley. Los líderes religiosos estaban listos para lanzarle piedras, pero Jesús le habló a la mujer con compasión. Aunque Él, de ninguna manera, toleró su pecado, sí reconoció que ella ya estaba enfrentando las consecuencias de sus malas acciones. La perdonó, diciendo: “Vete, y no peques más” (Jn 8.11).
Nada de lo que podamos hacer podrá separarnos del amor de Dios. Una manera que Él tiene de expresar ese amor es mediante su promesa de consuelo cuando suframos, aunque el dolor lo hayamos causado nosotros mismos. Podemos dejar que la vergüenza nos haga alejarnos de los brazos del Padre celestial, convencidos de que Él no dará aliento a quien haya desobedecido, o podemos creer que es “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Co 1.3).
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Ps. C. Stanley
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