EL DESEO AMOROSO DE DIOS
1 Timoteo 2.1-8
1 Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres;
2 por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.
3 Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador,
4 el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.
5 Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre,
6 el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo.
7 Para esto yo fui constituido predicador y apóstol (digo verdad en Cristo, no miento), y maestro de los gentiles en fe y verdad.
8 Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda.
En la lectura de hoy, Pablo está hablando acerca de adoración y oración. Pero las está usando para presentar una verdad aun mayor: el deseo de Dios de bendecirnos. Puede ser fácil volvernos complacientes en nuestra fe. Hasta podemos comenzar a pensar que, de algún modo, somos merecedores del amor de Dios. Pero el amor de Dios por nosotros —su venida como hombre para morir por nuestros pecados— tiene que ver con quién es Él, no con quienes somos nosotros.
Dios desea que toda la humanidad sea salva (v. 4). La salvación implica no solo la obra del Señor de liberarnos de la muerte eterna, sino también de darnos vida eterna. Cuando Él mira nuestro corazón, no ve nada que le motive a salvarnos —no hay ninguna virtud o bondad en nosotros.
Pero nuestro Padre decidió salvarnos porque nos ama ("Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó,", Ef 2.4). Sus hijos son trofeos de su gracia, la cual Él puede señalar en beneficio de todas las generaciones venideras (v. 7). Los seres humanos somos únicos por la capacidad que tenemos de experimentar la gracia de Dios. La gracia no puede tocar a los ángeles caídos, y los que no cayeron no la necesitan.
Al experimentar la misericordia del Señor en nosotros, también llevamos a cabo su obra. En consecuencia, podemos ver la bondad de Dios y darle gloria. Es por eso que tenemos la responsabilidad de ser un reflejo de nuestro Padre celestial ("Vino Jesús a casa de Pedro, y vio a la suegra de éste postrada en cama, con fiebre.", Mt 5.14).
En esta semana, mientras se prepara para celebrar el nacimiento de nuestro Salvador, piense en el amor que Él le tiene —un amor tan grande que le llevó a morir en su lugar.
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